“¡Es la biología, estúpidos!” Article de Ricardo Almenar, part II

Ricardo Almenar
Col·legi Oficial de Biòlegs de la Comunitat Valenciana

30.04.2020

Veamos primero dónde nos encontramos en relación a la actual epidemia de COVID-19.

Primero: Hasta hoy no disponemos de un fármaco lo suficientemente eficaz y lo suficientemente inocuo para tratar la infección producida por el SARS-COV-2, el virus inductor de la epidemia. Esto vale para candidatos como el Remdesivir utilizado contra el ébola, el dúo de Ritonavir y Lopinavir empleado contra el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH) o la cloroquina y la hidroxicloroquina usados contra el paludismo. “Al día de hoy” resume la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, “no existe evidencia científica suficiente de que algún medicamento sea eficaz para el tratamiento o la profilaxis de la COVID-19”.

Segundo: Tampoco poseemos vacuna alguna, pese a que hay más de un centenar de equipos de investigación tras ella. A la pregunta de cuándo tendremos una vacuna, la epidemióloga de la OMS Ana Mª Henao, contestaba a mediados de abril que “si no hay contratiempos y las vacunas tienen el efecto que esperamos y son seguras, es posible que la tengamos en año y medio”. Como se ve, una predicción con muchos condicionales. Y además no se trata simplemente de disponer de una vacuna, sino de producirla en cantidades masivas ante una demanda potencial de muchos centenares de millones de personas.

Así que saquemos las conclusiones pertinentes. Si, salvo sorpresas, en los próximos meses no podemos contar con fármacos adecuados contra la epidemia y, aun con sorpresas, la vacuna no está lista en menos de un año, solo hay una cosa en la que posar nuestra esperanza: en la inmunización espontánea bien que adecuadamente gestionada, de la población. Cuando un número suficientemente alto en proporción de individuos humanos se haya inmunizado, la propagación de la epidemia se hará progresivamente más lenta, se frenará e incluso se detendrá por completo. A nivel mundial el virólogo Adolfo García-Sastre, del hospital Mount Sinai de Nueva York, cree “que en un año a partir de ahora, aunque no haya vacuna, se habrá infectado un 40% o 50% de la población mundial, lo que dará ya lugar a que el virus frene su propagación”. En cuanto a España, el microbiólogo Tomás Pumarola, del hospital Vall d’Hebron, afirma que “el virus se parará en el momento en el que haya infectado a un número determinado de la población, esto es, cuando haya inmunidad poblacional”. Y añade que “si detectamos que el 30% de la población está infectada, es probable que deje de infectar durante algún tiempo”, pero “si solo se ha infectado el 10% es posible que cuando se empiece a desconfinar continúe infectando”. De ahí que Pumarola concluya que “lo que más nos interesa saber es a cuánta gente ha infectado el virus”.

Una buena pregunta. Y una mala respuesta la del Gobierno, que se obstina día tras día en dar como infectados las cifras de quienes han dado positivo en tests de detección (930.000 hasta mediados de abril). Pero los casi 178.000 positivos contabilizados (un 19%) el 15 de abril, no eran más que el número mínimo de los realmente infectados, que en su gran mayoría seguían indetectados por la falta de tests. Se trata de una cifra que aporta muy poco al conocimiento de la evolución de la epidemia si es que aporta algo. Otro elemento de crítica para cuestionar esa cifra de infectados es que con la misma tasa de letalidad de la epidemia (fallecidos respecto a infectados) nos superaría el 10%, un porcentaje que la situaría al mismo nivel que la llamada gripe española de 1918 que infectó en el mundo a unos 500 millones de personas y mató en torno a 50 millones.

Para conocer la tasa de letalidad de la COVID-19 hay que ir a países que hayan hecho un gran número de tests, como Corea del Sur o Alemania, que hacia el 15 de abril ofrecían valores de 2,1% y 2,6% respectivamente. Pero incluso estos porcentajes son excesivos. Un estudio cuyos resultados preliminares se difundieron en la segunda semana de abril centrado en el área de Heinsberg establecía una tasa de letalidad para su población del 0,37%, siete veces menor que esa del 2,6% para el conjunto de la República Federal, y una tasa de infección (infectados respecto a la población total) del orden del 15%. Otro estudio divulgado en la cuarta semana de abril apunta a una tasa de letalidad en torno al 0,5% y una tasa de infección de un 14% para el estado de Nueva York (21% para la ciudad).

¿Tenemos resultados de estudios más o menos semejantes para España? Pues no. A comienzos de abril el ministro de Sanidad anunciaba la realización de un ambicioso estudio sobre 62.000 personas de todo el país (5.100 en la Comunidad Valenciana) para establecer el porcentaje de infectados y de inmunizados respecto al conjunto de la población. Este estudio diseñado por el Instituto de Salud Carlos III y el INE, tras semanas de retraso, va a comenzar en este final de abril aunque sus primeros resultados no empezarán a conocerse hasta bien entrada la segunda mitad de mayo. (Al final, este estudio de seroprevalencia se hará sobre unas 90.000 personas, durará ocho semanas y sus resultados definitivos se tendrán entrado ya el verano).

¿Se puede hacer algo mientras tanto? A falta de datos de primera mano cabe partir de los resultados obtenidos en otros países. Contabilizando las personas fallecidas en España y aplicando tasas de letalidad como las anteriormente comentadas se pueden establecer los infectados esperables y compararlos con las tasas de infección de dichos lugares. Sería una primera aproximación a la realidad española. Parece algo fácil pero no lo es. Y no lo es porque no tenemos cifras fiables de esos fallecimientos: las oficiales cubren solo aquellas personas muertas que previamente se les había sometido a un test con resultado positivo. Todas aquellas otras que murieron sin haber dado positivo aunque tuvieran los síntomas típicos de la COVID-19, e incluso aunque hubieran estado en continuado contacto con otras personas que sí lo dieron, están fuera de las estadísticas, al menos de las del ministerio de Sanidad. Y en algunos casos, siquiera, la diferencia entre unas cifras y otras es muy abultada. En la cuarta semana de abril el gobierno de la Comunidad de Madrid aumentaba en más de 6.300 decesos los casi 7.600 de los datos oficiales, un incremento de más del 80%.

Muy probablemente el caso de Madrid sea más bien extremo (aunque hay otras comunidades autónomas que dan incrementos no muy diferentes). Así que, prudentemente, podríamos aceptar para toda España la mitad de ese incremento multiplicando, en consecuencia, las cifras oficiales del Gobierno de muertes por el SARS-COV-2 por un coeficiente de 1,4. Partiendo de esta última corrección de las cifras de defunciones, y aceptando igualmente la tasa de letalidad existente en Heinsberg (0,37%), el número de infectados en España el 15 de abril se situaría en 7,03 millones. A su vez, la aplicación a España de la tasa de infectación encontrada en Heinsberg (15%) se traduciría en 7,05 millones de personas, cantidad prácticamente idéntica a la anterior.

Bien, a finales de marzo un equipo del Imperial College de Londres, utilizando un modelo matemático a partir, igualmente, de datos de defunciones, estableció en 7 millones la cifra más probable de infectados, si bien dentro de una horquilla que iba desde 1,8 hasta 19 millones. Este resultado fue muy cuestionado en España por excesivo (los datos por entonces de infectados confirmados oficialmente venían a ser unas noventa veces menores). Es posible que entonces lo fuera, pero viene a coincidir con la estimación anterior para mediados de abril, lo que refuerza su verosimilitud.

De ser así, estas cifras invitan al optimismo. Revelan un avance muy significativo -aunque insuficiente- hacia la inmunidad colectiva (designada, por según qué expertos, como inmunidad de población, de grupo o, un tanto despectivamente, “de rebaño”). El único mecanismo realista, hoy por hoy, de hacer declinar la epidemia en un plazo razonable de tiempo sin tener que recurrir a confinamientos generales, sean continuados o intermitentes y prolongables hasta la llegada de la ansiada vacuna (¿cuándo estaría, por cierto, con qué eficacia y seguridad, en cuánta cantidad y a qué precio?). Llegada, por lo demás, en la que está centrada toda la fe y toda la esperanza del Gobierno.

Por contra, si se alcanzara a comienzos del verano un 30% o 33% de inmunizados (el doble de los que podemos hoy tener) la conjunción de esa inmunidad colectiva -todavía parcial pero ya significativa- con el máximo de ultravioleta en junio y el máximo de temperatura en julio (ambas cosas lesivas para el virus, al menos en alguna medida) podría muy bien cortar prácticamente la epidemia durante todo el verano, si no más. Y si en el próximo otoño o invierno la epidemia volviera, su propagación sería menor y tanto menor cuanto a ese tercio anterior de inmunizados se le fueran añadiendo otros nuevos. Hasta llegar a las dos terceras partes o más del total de la población, proporción que muy probablemente brindaría ya una buena inmunidad colectiva. Si en el otoño de 2021 estuviera por fin disponible una vacuna, ésta posibilitaría completar el proceso anterior al administrarse primeramente a aquellos grupos de riesgo en los que la infección espontánea acarrea demasiados riesgos.

Sin embargo, de nuevo nos topamos con el Gobierno, con sus cargos, portavoces y expertos. Como el ministro Illa, perpetuamente empeñado en doblegar la curva (otra vez la retórica bélica) de nuevos contagios para supuestamente proteger así a la población. Ahora bien, sin infección no hay inmunidad individual y sin ésta no hay inmunidad colectiva. Un ejemplo, por cierto, este de la inmunidad, mucho mejor que la “mano invisible” de Adam Smith para mostrar que el “interés individual” y la “felicidad pública” pueden ir de la mano. Con el mantra de “no te infectes, no infectes” ni lo uno se consigue ni lo otro tampoco. Porque no se trata a la postre de no contagiar, ni siquiera de contagiar menos, sino de hacerlo más lenta y ordenadamente de lo que acontecería espontáneamente con una infección nueva como es, que tiende a ser explosiva en su propagación (las medidas de higiene, protección y distanciamiento físico no tienen más sentido que esto último). Y sobre todo se trata de no contagiar a aquellas personas de grupos de riesgo que tienen muchas más posibilidades que los demás de que la COVID-19 les arrastre a un destino fatal.

Porque es en esto donde ha residido la tragedia. Haber conseguido posiblemente un 15% de inmunidad colectiva a mediados de abril exigió un precio muy alto: la muerte probablemente de unas 26.000 personas. Ese precio -o al menos su mayor parte- no se debía haber pagado si se hubiese partido del conocimiento microbiológico y epidemiológico (biológico en suma) del virus y se hubieran tomado las medidas consecuentes, sociales, políticas e institucionales.

Tampoco se deberá pagar en el futuro para alcanzar una mayor inmunidad colectiva. Había, y hay, formas de conseguirlo.

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