“El progreso y el desarrollo son imposibles si seguimos haciendo las cosas tal como siempre se han hecho”, afirmaba el filósofo norteamericano Wayne Dyer. Seguro que no estaría pensando en incendios forestales mientras lo escribía, pero a nosotros nos ofrece una oportunidad para observar desde otro punto de vista lo que hacemos, y también lo que no hacemos, en gestión forestal.
Que cada verano tengamos que asistir a las mismas escenas de fuego y destrucción, y a las mismas declaraciones de políticos y expertos, es un indicio de que, probablemente, no hemos cambiado (sustancialmente) la forma de hacer las cosas. Los veranos se convierten en un ruidoso plató mediático, hasta que llega el otoño. Entonces, las primeras lluvias se llevan las cenizas todavía calientes y, con ellas, el eco de aquellas declaraciones. La quietud se impone, hasta el próximo verano.
Así es que, sí, la reflexión de Dyer nos puede dar la clave, al menos una de las claves, para superar este peculiar día de la marmota forestal. Si invertimos su enunciado, todavía resulta más clarificador: si no progresamos como querríamos, ¿es porque seguimos haciendo las cosas como siempre las hemos hecho? No sería justo negar cierto avance en la gestión política de la prevención, pero resulta todavía insuficiente.
Para poder avanzar necesitamos, primero que nada, un debate productivo, necesariamente multidisciplinario, porque plurales son también las causas de los incendios y las concepciones del bosque. Y sí, todos sabemos que todos lo saben. Otra cosa, sin embargo, es asumirlo en la práctica y estar dispuestos a aceptar cesiones y renunciar a corporativismos a cambio de encontrar consensos firmes que ayuden a la toma de decisiones.
Uno de esos consensos básicos tiene que ser que el cambio climático ha venido para quedarse y cambiarlo todo (o casi). El aumento de la temperatura media, la acentuación de los episodios extremos y de la sequía abren un escenario todavía no suficientemente conocido. Pero lo que vamos viendo no es demasiado alentador. Por ejemplo, que con unos niveles de CO₂ atmosférico tan altos nuestras plantas producirán más biomasa y esto incrementa el riesgo. Sería erróneo seguir planteando estrategias forestales que no hayan interiorizado plenamente esta realidad.
Y otro, que, si el cambio climático agrava los efectos de los actuales patrones de ignición y de la continuidad de la masa forestal, favoreciendo la aparición de los incendios y haciéndolos extremadamente difícil de controlar, será prioritario actuar sobre estos dos factores.
Los incendios de sexta generación como los de California, Australia o el de Navalacruz (Ávila), que desde que se inició el 14 de agosto ha devorado cerca de 22.000 hectáreas, son colosos implacables ante los cuales el extraordinario trabajo de los medios de extinción poco puede hacer y, en verdad, la mejor forma de apagarlos es y tiene que ser evitar que se produzcan.
Es esto que tantas veces hemos escuchado de nuestras administraciones, que hace falta más prevención y que el fuego se tiene que apagar en invierno. Y compartimos plenamente esta visión. El problema, sin embargo, es que los hechos apuntan en otra dirección, por ejemplo, que en España se destinan muchos más recursos a extinción que a prevención, aproximadamente en una relación de 3 a 1 en el mejor de los casos.
Dejamos por un momento esta línea y hablamos del Principio de Pareto que, procedente de la economía, se aplica en una gran variedad de sectores como la empresa y la gestión de recursos humanos. El principio viene a decirnos que el 80% de los resultados se tienen que obtener del 20% de los esfuerzos. Desde esta perspectiva, la prevención vuelve a ser el eje al cual tendríamos que darle preferencia, porque es donde la relación beneficio/inversión es mayor.
Ahora bien, primero tendremos que decidir cuál es nuestro objetivo. Y, no por aparentemente obvia, es una cuestión menor. De hecho, es nuclear y tiene mucho que ver con la apelación que hacíamos al consenso y generosidad. Qué entendemos por bosque, cuál es el principal servicio que esperamos de los bosques y cómo nos tenemos que relacionar con ellos no es una realidad unívoca, sino que admite diferentes visiones, todas ellas legítimas, pero no todas ellas equivalentes.
Desde nuestro punto de vista, el bosque se tiene que entender y gestionar atendiendo principalmente a su papel como proveedor de servicios ecosistémicos y como recurso de biodiversidad, dos aspectos esenciales para la sostenibilidad y ampliamente reconocidos en la comunidad científica y en la política europea. A partir de aquí, tendremos que decidir dónde intervenimos, cómo y con qué prioridad, pero esos dos aspectos tienen que marcar los límites.
La primera intervención, lógicamente, tendría que ir dirigida a actuar sobre el origen de los incendios, que es como decir actuar sobre las causas humanas, puesto que son las responsables de la mayor parte de incendios. Y dentro de ellas, las negligencias, fundamentalmente en la zona de contacto entre bosques y zonas urbanas y entre bosques y medio rural. Impulsar definitivamente la implantación (efectiva y eficiente) de planes locales de quema o de instrumentos de prevención específicos para la interfase urbano-forestal es un primer pero fundamental paso, junto con otras acciones que contribuyan a dar una solución alternativa a la quema de restos agrícolas y una continuada labor de concienciación y divulgación.
Paralelamente, es urgente gestionar la composición y estructura de las masas forestales, pero sobre todo su continuidad espacial. Si las tradicionales explotaciones ganaderas y agrícolas arraigadas en nuestro territorio proveían un paisaje en mosaico que creaba líneas de discontinuidad, ahora, con el despoblamiento y el consiguiente abandono de tierras, asistimos a un proceso de reforestación espontáneo que borra esas líneas y crea condiciones que hacen que los incendios, una vez iniciados, acaben dejando extensas áreas de nuestros paisajes desolados y una población local que sufrirá, también, sus consecuencias sociales y económicas.
La prevención es menos costosa económicamente y ambientalmente que la extinción, pero necesita recursos, más que los destinados actualmente, y también políticas decididas. Los presupuestos públicos y la planificación son la prueba de fuego para las declaraciones y voluntades políticas. Y la capacidad de consensuar cómo se implementan las actuaciones sobre la vegetación y el territorio son el reto al cual tenemos que ser capaces de dar una respuesta adecuada los gestores, ingenieros, científicos y el resto de sectores implicados. Y, en los dos casos, sería deseable no perder más tiempo. ¡Otro verano con más declaraciones que avances sería realmente duro!
Joan F. Aguado Sáez
Representante del Colegio Oficial de Biólogos de la Comunidad Valenciana en la Mesa Forestal Valenciana